La imprenta del PRT-ERP

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Una vivienda cordobesa donde funcionaba una imprenta del PRT-ERP fue objeto de una serie de maniobras por parte del Ejército para quitársela a sus dueños. Ahora, los hijos exigen a la Justicia que se las devuelva para hacer un centro de la memoria.

El reclamo. César Adrián Martínez aún no ha cumplido 40 años, pero lleva la cuarta parte de su vida recorriendo los pasillos de Tribunales: es que el 8 de noviembre del año 2005 tuvo la ocurrencia de iniciar en el Juzgado de Instrucción, Civil y Comercial de 23 Nominación, de la ciudad de Córdoba, una reclamación para recuperar el inmueble que sus padres, desaparecidos, compararon en 1974, y del que, junto a sus otros dos hermanos, es heredero.

La casa –ubicada en la calle Fructuoso Rivera 1035/1039 (antes, Achával Rodríguez), de barrio Observatorio–, una construcción de estilo art nouveau, de los años ’30, luce hoy desmejorada: la abertura faltante en la edificación del primer piso, que balconea a la calle, la hace parecer tuerta, mientras que el portón de lata emplazado en lugar del original y las placas aglomeradas con la que está parchada la puerta de madera del ingreso, dan cuenta del descuido y abandono en que estuvo sumida estos años.

Ningún paseante podría imaginar, de verlo ahora, que ese inmueble fue de vanguardia hace unas décadas, cuando con asesoramiento de la guerrilla tupamara uruguaya, ingenieros, arquitectos y técnicos de la construcción fueron dando forma a la sencilla casa hasta convertirla en una vivienda que sólo podía verse en las películas de espionaje de la época.

Es que desde la cocina, a través de un dispositivo disimulado en una llave de luz, podía correrse una pared que dejaba al descubierto una angosta escalera que comunicaba la planta baja con dos sótanos insonorizados. Bajo tierra, en el primer subsuelo, funcionaba el depósito de papel y la tinta y en el otro, de más abajo, la rotativa que imprimía los ejemplares de los periódicos, que eran llevados nuevamente a la superficie a través de un montacargas.
Esa casa sencilla, de barrio obrero, habitada por una pareja con tres niños de corta edad, escondía en sus entrañas una de las dos imprentas nacionales (la otra estaba en la localidad de Moreno, provincia de Buenos Aires) del Partido Revolucionario de los Trabajadores y del Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), organización político-militar marxista leninista liderada por Mario Roberto Santucho, que imprimía y distribuía clandestinamente miles de ejemplares de El Combatiente y Estrella Roja, que pasaban mano a mano entre la militancia en el centro y norte del país.

El día a día. El Gringo, un obrero gráfico, militante del Frente Revolucionario Peronista (FRP), aliado del PRT-ERP, entrenó a una pareja –durante dos meses– en el manejo de tintas, papeles y maquinarias. Este hombre y esta mujer, jóvenes los dos, eran los responsables de hacer funcionar la maquinaria en la imprenta subterránea. Ellos, vinculados a los otros habitantes de la casa, eran invisibles para el vecindario: todos los días entraban al inmueble “tabicados” luego de cumplir jornadas de 8 horas diarias. En tanto que la familia: él encubierto en su oficio de herrero y ella, como ama de casa, madre de tres hijos pequeños (7, 6 y 1 año de edad) hacía una vida de barrio.

Los cuatro adultos compartían la militancia política desarrollando una estrategia sencilla. El hombre, quien simulaba ser herrero, buscaba diariamente a la pareja. Los ocultaba en la parte trasera de la camioneta y los introducía y sacaba de la vivienda a través de un portón al que ingresaba desde la calle, con la camioneta, sin que nadie lo advirtiera. La F-100, color amarillo, carrozada, de doble fondo, cargaba no sólo a sus compañeros ocultos, sino que servía también para distribuir las publicaciones. Los paquetes de revistas que eran almacenados en el galpón de herramientas construido en la parte posterior de la vivienda.
La rutina de casi dos años (entre 1974 y 1976) se vio interrumpida cuando una llamada telefónica, desde Buenos Aires, alertó a los habitantes de la casa para que la abandonaran ya que se habían producido una serie de allanamientos vinculados al sector de Propaganda, del PRT, en la que ellos militaban.
El 12 de julio de 1976, la imprenta-vivienda fue allanada por el Ejército. No encontraron a nadie en su interior.

Los dueños. La vivienda estaba a nombre del matrimonio que formaban Victoria Abdonur y Héctor Eliseo Martínez, padres de los tres niños, que, al ser alertados del inminente operativo militar pudieron ponerse a salvo, aunque la muerte no les perdió pisada y en 1977 pasaron a formar parte del listado de personas que “no están ni acá ni allá”, como supo decir el entonces titular de la Junta Militar, Jorge Rafael Videla, “desaparecieron”. Idéntica suerte correrían Miguel Barberis y Matilde Sánchez, la pareja militante que realizaba la tarea de los obreros gráficos en los subsuelos.

Luego del allanamiento, realizado por un grupo que respondía a la Brigada Aerotransportada IV, con asiento en La Calera, del Tercer Cuerpo del Ejército, alguien decidió vallar la calle (Achával Rodríguez, entonces; hoy, Fructuoso Rivera entre Mariano Moreno y Paso de Los Andes) y apostar en el 1035/1039 un grupo de soldados, que dormían apilados en el primer piso de la vivienda, mientras abajo oficiales, suboficiales y civiles hacían su trabajo.

La torta y el Gancia. La novia de uno de los soldados conscriptos (de apellido Bardach) que fueron apostados en el lugar, cuenta que tres meses después del allanamiento la casa permanecía ocupada. Lo sabe porque el 28 de setiembre de 1976 es la fecha del cumpleaños de quien entonces era su novio, hoy, su marido. Y fue a saludarlo pero no la dejaron entrar y se tuvo que conformar con dejarle a otro conscripto una torta y una botella de Gancia para el festejo.

Durante ese tiempo la casa funcionó como lugar clandestino de detención, en la que militares, policías y civiles entraban y salían con prisioneros, aunque tuvieron que abandonarla, porque al estar ubicada en un barrio, rodeado de viviendas y miradas curiosas, no era posible detener los comentarios ante tanto despliegue, ruidos, gritos y alaridos de los prisioneros que eran sometidos a tormentos. Entonces, el inmueble quedó deshabitado.

Abandonada por los militares, el juez federal Miguel Puga se sintió facultado entonces para disponer libremente de la propiedad y se la “prestó” a un empleado de Tribunales, Héctor Varela, quien la ocupa, junto a su familia, hasta ahora.

El reclamo y la sorpresa: César Martínez, uno de los hijos de los dueños de la casa se convirtió, junto a sus hermanos, en heredero de sus padres desaparecidos. “[…] tal como lo acredito con copia de los Autos Interlocutorios 845, de fecha 20 de noviembre de 2000 […] he sido declarado conjuntamente con mis hermanos W.R.M y L.E.M. únicos y herederos universales de mis padres”, explica al juez provincial al que le reclama el inmueble que durante pocos años fuera la vivienda de su primera infancia, imprenta clandestina y centro clandestino de detención y tortura.

A poco de iniciado el reclamo de la propiedad, su abogado, Carlos Orzaocoa, se topó con una escritura firmada el 1º de abril de 1976 que daba cuenta que sus padres, Héctor Martínez y Victoria Abdonur, le habrían vendido la propiedad a una tal Juana Ercilia Bianchi de Jaroszowok, dando fe de ello la escribana Melba Rosa Catoira de Torchio.

La escribana, denunciada posteriormente por falsedad ante la justicia provincial, sostuvo “la total validez de la escritura pública que labrara con fecha 1-4-1976 (fs. 17/19) otorgada por los vendedores, padres del actor a la compradora, quien abonó a los nombrados la totalidad del precio de venta y recibió la posesión de la propiedad vendida la que se encuentra inscripta registralmente desde la fecha mencionada, hace 30 años”.

Una compraventa poco posible: pese a las afirmaciones de la escribana Melba Cartoira de Torchio algunos detalles permiten dudar de la legalidad de la compraventa ya que la compradora, aseguró y así queda establecido mediante la escritura, que estaba “en posesión material del inmueble”, al momento de la operación inmobiliaria (abril del ’76), algo altamente improbable, ya que por entonces la vivienda funcionaba a pleno como imprenta clandestina y nadie podría explicarse qué motivos podrían tener sus ocupantes en hacerse de una suma de dinero importante a cambio de ponerse al descubierto y dirigirse a una muerte segura.

En julio de 1976, dos meses después de la supuesta compraventa, la imprenta del PRT-ERP –con fachada de vivienda– fue allanada y la supuesta dueña, que no figura como detenida, muerta o desaparecida, no estaba en el lugar, que sí era un sitio de operaciones clandestinas. Da fe de ello uno de los testigos presenciales del allanamiento (el soldado Bardach) que recuerda que estuvo esa noche allí, porque cumplía el servicio militar obligatorio y sus superiores lo llevaron al lugar, a bordo de un camión militar, y escuchó cómo algunos oficiales discutían a viva voz por la apropiación de los bienes que finalmente se repartieron. Y pudo ver que se trataba de herramientas de un taller de herrería y de maquinarias de una imprenta que tenían un importante valor de mercado.

Por otra parte, en todos estos años de iniciado el litigio por la propiedad, fueron publicados los edictos de rigor, en Santa Fe –lugar de procedencia de la supuesta compradora– y nunca se presentó ni ella ni ninguno de sus herederos. Seguramente ha de ser porque a la fecha de la compra (abril de 1976) la mujer, Juana Ercilia Bianchi, ya llevaba dos años, casi tres, muerta, como se documenta a través de una partida de defunción aportada por el demandante que tiene como fecha del deceso el 7 de agosto de 1973.

Si se asume que al momento de morir las personas abandonan el mundo material no sería tan difícil concluir que esa compraventa fue fraudulenta. Pero así como los muertos tienen la eternidad en su haber, la burocracia estatal no le va a la zaga.

Y mientras la Municipalidad de Córdoba ha trabado nueve embargos por falta de pago de los impuestos y el día menos pensado la casa sale a remate y esta vez es comprada por algún vivo, la justicia provincial gasta los días del calendario, sin adoptar resolución alguna, esperando tal vez la resurrección de la muerta.
El Tribunal Oral Federal número 1, de la justicia Federal, de Córdoba, donde se sustancian los juicios por crímenes de lesa humanidad, Megacausa La Perla ordenó, pero aún no realizó, una inspección ocular en el lugar: para la fiscalía a cargo del fiscal federal Facundo Trotta, allí funcionó un centro de detención y tortura y tiene testigos que lo avalan ( los hermanos Bártoli y María Abdonur, tía del reclamante, que estuvieron en el lugar como detenidos, y el soldado Bardach, que hacía guardias en el sitio) mientras que para la defensa de los acusados, con Ernesto Barreiro (a) El Nabo a la cabeza, la casa no fue imprenta sino una cárcel del pueblo, digresión que por otra parte, aunque parezca que no añade ni quita a la demanda civil entablada (en sede provincial) por la propiedad, puede ser sustantiva si en el sitio se cometieron crímenes imprescriptibles y por lo tanto se ordena que sea preservada.

Curiosidad. Carlos Bardach, uno de los soldados que presenció el allanamiento y realizó las guardias, sostiene que la casa estuvo bajo el mando militar, pero también fue utilizada por policías y civiles. Dice que cuando caía la noche salían autos camuflados que participaban en operativos y que a veces regresaban con detenidos a los que se interrogaba y luego trasladaba, no sabe él a donde.

Recuerda también que una vez llegó a conocer uno de los sótanos, usado de calabozo, cuando le propinaron una paliza y lo encerraron, al ser descubierto por su superior cuando fue hasta la heladería de la esquina, en pleno verano, a comprarse un helado, abandonando su puesto, por unos minutos.

De esa época, recuerda el miedo, el silencio, y el rigor, pero también el “privilegio” de hacer la colimba en un lugar poco convencional en el que podían salvarse del rancho cuartelero, porque ellos tenían asignada una comida especial. Claro, que tenían que buscarla a los extramuros de la ciudad. Todos los mediodías una patrulla militar partía desde barrio Observatorio a Santa Isabel, lugar de emplazamiento de la planta de autos Renault, a buscar los especiales de jamón y queso, que venían acompañados de gaseosas.

La memoria. César tenía sólo un año cuando vivía en esa casa que ahora reclama como propia, pero ha podido, a través de sus hermanos mayores (Lucía y Walter) conocer algunos detalles de la vida de sus padres allí. Walter, que en 1976 tenía 7 años, ha reconstruido para él la rutina familiar y la actividad clandestina en que su familia estaba involucrada y de la que ellos, los niños, eran parte. Mi papá –dice César– le explicó a mis hermanos que en mi casa había una imprenta, y que no podían decirlo porque era peligroso. Es más, Walter se acuerda de haber bajado a los sótanos, donde le mostraron las revistas.Y esto que fue, durante casi cuarenta años, un secreto familiar, quiere él que deje de serlo. Están los tres de acuerdo y se han propuesto recuperar la casa para hacer un centro de la memoria, en homenaje a ellos.

Liliana Arraya. Desde Córdoba.

Fuente: Miradas al Sur

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