Trasfondos comunes entre la Narcopolicía y el Código de Faltas
Por Lucas Crisafulli*
Según datos proporcionados por la propia policía, entre 2009 y 2011 se detuvieron en la Provincia de Córdoba 189.900 personas por infracción al Código de Faltas. Algo así como ciento setenta y tres personas por día, siete por hora o una cada ocho minutos y medio. Esa masa enorme de personas se enfrentó a las prácticas de no-derecho de la policía de Córdoba, institucionalizadas en el Código de Faltas.
Sin abogado defensor, sin juez imparcial, sin llamada telefónica, sin derecho a permanecer callado, sin un juicio justo y lo que es peor que la violación a todas estas garantías constitucionales: a permanecer detenidos en lugares inhumanos, o como se dice ahora, infra-zoológicos, porque son espacios de encierro que ni a los animales nos atreveríamos a encerrar.
El hiper-encarcelamiento contravencional lejos de ser una consecuencia de las infracciones es parte de una política sistemática de la seguridad en Córdoba. Haya o no motivos que faculten a la detención, el Código de Faltas, ley creada por la mayoría radical en 1994 y utilizada por la actual gestión gubernamental, es el instrumento por excelente con el que se intentó brindar seguridad a los cordobeses. Podemos resumir la enorme cantidad de críticas a esta política de tolerancia cero contra pequeñas incivilidades en dos: se vulneraron sistemáticamente los Derechos Humanos a un amplio sector de la población, los racializados, y al mismo tiempo no se garantizó seguridad a nadie. Córdoba, a pesar de encarcelar esta enorme cantidad de personas, no es un lugar más seguro. Ni si quiere se percibe como un lugar más seguro.
El show mediático de la seguridad que incluye cámaras de vigilancia, detenciones masivas, duplicación de la cantidad de policías existentes, helicópteros, patrulleros nuevos, brigadas con nombres resonantes como el Departamento de Ocupación Territorial, policías para turistas, bicipolicías, policías en sidecar, más armamento, nuevas leyes para luchar contra la trata y el narcotráfico, y un largo etcétera, hizo de Córdoba una provincia policializada, un espacio en que los jóvenes varones pertenecientes a los sectores marginados, que caminan la ciudad portando su cultura ven sistemáticamente vulnerado sus derechos más básicos, pero a su vez, aquel otro sector poblacional no racializado, no se siente más seguro, y tiene motivos para hacerlo, porque la tasa de delitos contra la propiedad así como las de homicidio no han descendido sino por el contrario, se han elevado.
La crisis podría haberse producido como consecuencia de todo ello: vulnerar derechos y no hacer de Córdoba un lugar más seguro a pesar del dispendio de recursos. Sin embargo, la institucionalidad en riesgo estalló por el escándalo de policías acusados de tener vínculos con narcotraficantes, o peor aún, altos jefes policiales sospechados de estar implicados en casos de narcotráfico, secuestros, robos comandos y procedimientos en los que “plantaban” droga para hacer falsos positivos.
Por más que cierto sector del periodismo intente separar ambos problemas – detenciones sistemáticas y narcoescándo – ambos son parte de un problema mayor: la gestión política de la seguridad, que en Córdoba, así como en otras provincias, se ha traducido en un pacto entre policías y políticos de autonomía policial. Son dos caras de la misma moneda: disciplinamiento de los sectores racializados mediante detenciones masivas por el Código de Faltas, apremios ilegales, tortura, gatillo fácil y reclutamiento para el delito por un lado; y por el otro, la regulación del delito complejo como el narcotráfico o autopartes robadas que producen el autofinanciamiento proveniente de esas actividades protegidas por la propia policía.
Esto no puede suceder sin la existencia de mecanismos políticos, judiciales, mediáticos y sociales que aseguren la impunidad. La política que acuerda autogobierno con la policía a cambio de niveles tolerables de delito; el Poder Judicial que asegura la legalidad de los procedimientos “truchos”, en la mayoría de las veces mediante el creencia ciega de la versión policial; ciertos medios de comunicación que repiten el parte de prensa de la policía en sus páginas, radios o programas televisivos. Pero la impunidad también se asegura mediante engranajes sociales – la llamada violencia cultural que define Galtung – que legitiman la violencia contra los racializados. Si la tortura sigue existiendo a doscientos años de la prohibición de la Asamblea del año XIII, es también porque la sociedad la tolera.
Es claro que la crisis de la seguridad en Córdoba no se supera cambiando los nombres de quienes conducen la policía o un ministerio. Solo mediante políticas públicas que realicen una depuración de la fuerza, que democraticen y desmilitaricen a la policía, que rompen los muros de la jefatura y permitan la mirada escrutadora de la sociedad civil, políticas públicas que hagan de los actuales sectores racializados, sujetos plenos de derechos, ciudadanos de primera que dejen de ser alcanzados por las políticas de seguridad y comiencen a serlo por las políticas sociales.
* Abogado, Docente y Coordinador del Área de Seguridad del Observatorio de Prácticas en Derechos Humanos de la UNC.